Me
levanté a las ocho de la mañana para ordenar la ropa que el día anterior había
trasladado desde casa de mis padres hasta mi nuevo hogar. Había pasado mi
primera noche entre los muros de la casa que iba a formar parte de mi nueva
vida. Todavía resonaban en mi mente las palabras que mi madre había pronunciado
la noche anterior:
- Te vas porque quieres. ¿Dónde vas a estar mejor que
aquí?
- Mamá, ya lo hemos hablado. Necesito mi espacio y no voy
a depender toda la vida de vosotros.
La despedida fue
dura para ella, pero la decisión estaba tomada.
El reloj de la
cocina marcaba las nueve y media de la mañana y mi estómago empezaba a reclamar
con ganas su ingesta diaria matinal. Todavía no había realizado ninguna compra
de alimentos, así que decidí bajar al bar de enfrente y tomarme un café con
leche y un croissant. Después seguiría con la faena.
Cerré la
puerta con llave y me dispuse a coger el ascensor. Pulsé el botón de llamada,
pero la luz roja de puesta en marcha no se encendió. Volví a pulsarlo varias
veces seguidas, pero el efecto fue el mismo. Acerqué el oído a la fría puerta de
hierro del ascensor para confirmar si se había puesto en movimiento, pero no
escuché nada. Parecía que el ascensor se había averiado. Era extraño, pues el
día anterior funcionó perfectamente cuando subí las cajas con la ropa. Miré la
escalera y me dirigí hacia ella. Bajar cinco pisos o subirlos no sería un
problema para mí, pero todavía quedaban varios enseres que trasladar desde casa
de mis padres. Sólo esperaba que para entonces el ascensor estuviera arreglado.
Al llegar a la
segunda planta, me encontré con un hombre que estaba agachado junto a la puerta
del ascensor, murmurando palabras que apenas lograba entender. De pronto se
puso en pie y, con movimientos torpes, se dio la vuelta y se quedó mirándome.
Era un hombre mayor. Calculé, por su apariencia, que debía tener más de ochenta
años. Debido a su extrema delgadez daba la impresión de que la ropa, que era de
una talla pequeña, le sobrara por todos lados. Todavía conservaba una abundante
cabellera blanca, peinada hacia atrás, y sus llamativos ojos azules parecían
estar a punto de llorar.
-
¡Está roto! – le dije – parece que no funciona.
El anciano
levantó lentamente la mano señalando al ascensor. Su cuerpo parecía estar
temblando de frío dando una sensación de extrema fragilidad.
-
Mi nieta – dijo al fin con voz temblorosa – Se ha
quedado encerrada en el ascensor.