Prólogo de "En la boca del lobo"

Prólogo

Los monstruos existen. No siempre se presentan de la misma manera, pero están ahí, esperando entre las sombras, detrás de la siguiente esquina o al final de esa oscura calle que tienes que seguir para llegar a casa después de un día de duro trabajo. Siempre se esconden donde acaba la luz. A veces se ocultan cerca de ti. Ahora mismo podrían estar a tu lado mientras lees estas palabras, susurrando voces confusas tras la semitransparente cortina de tu dormitorio, que se agita en círculos alentada por una extraña brisa surgida de la nada.

Cuando era niño creía que debajo de mi cama había un monstruo. Vosotros os reiréis, pero, aún hoy en día, la imagen de esos dos puntos rojos flotando en la negrura de aquel reducido espacio sigue presente en mi mente, como si fuera un recuerdo real. ¡Cuántas veces me regañó mi madre por coger carrerilla desde el pasillo y saltar sobre la cama, para evitar que la bestia me agarrara con sus alargadas y enjutas manos y me arrastrara hasta su tenebrosa guarida! ¡Cuántas noches me quedaba inmóvil en la cama, sin mover un solo músculo, creyendo que si el monstruo pensaba que estaba dormido no me comería! Porque era una ley escrita en mi imaginación que un monstruo solo te comerá si estás despierto, para que sufras el horror de ser devorado vivo, porque si estás dormido no te darás cuenta de nada y no sentirás dolor… o eso crees.

Lamentablemente, los monstruos tenían la capacidad de entrar en mis sueños, de seguirme allá donde fuera, de acosarme constantemente. No podía escapar de ellos. No había lugar en el mundo donde yo pudiera huir y ellos no pudieran llegar. Solamente la luz del día los ahuyentaba, pero yo sabía que era cuestión de tiempo. Al día le seguía la noche, y con la noche llegaban los monstruos.

Gracias a Dios, el tiempo pasa inexorablemente para todos y la forma de ver las cosas cambia. Creo que el tiempo es como una vacuna contra los monstruos; fluye en tu vida como lo hace un antígeno por tu organismo, debilitando el miedo del que se alimentan para hacerte daño. Poco a poco van desapareciendo de tu mundo, hasta que llega un momento en que solo son un simple recuerdo que permanece como una vieja cicatriz que ya no duele… pero que siempre está presente.

Los monstruos que me acechan ahora ya no temen a la luz; no se ocultan en las sombras. Es más, se dejan ver continuamente. Ya te he dicho al principio que no siempre se presentan de la misma manera. Te puedes cruzar con ellos en la calle. Incluso puede que les hayas saludado con un “Buenos días” sin tú saberlo. Porque son irreconocibles; ya no tienen largas manos acabadas en garras, ni ojos bañados en sangre. Ya no muestran una demoníaca sonrisa en una boca repleta de afilados dientes.

Algunos siguen asustándote cada día, amenazándote con destruir todo lo que tienes: tus posesiones, tus ilusiones, tu familia… tu vida entera. Solo tienen que proponérselo. Basta dar una orden y miles de mentes abducidas arrasarán con todo lo que encuentren en su camino, sin importar quién eres o qué sientes. Actuarán como una enorme apisonadora que cubrirá de negro alquitrán cualquier camino que hayas recorrido, borrando toda huella de tu existencia.

Otros, abusando de su poder, querrán someterte a sus deseos, anulándote como persona, convirtiéndote en algo menos que una mierda; y si te resistes… acabando con tu vida. Porque tu vida les pertenece y pueden hacer con ella lo que quieran.

¡Sí, amigos! Los monstruos existen y me han acompañado a lo largo de toda mi vida. Pero yo he podido escapar de ellos. ¿Qué cómo lo he hecho? Pues apartándome del camino, evitando las esquinas, los callejones oscuros, las malas compañías y, sobretodo, quedándome muy quieto en la cama.

Pero a veces es inevitable. A veces el destino y la mala suerte se confabulan en tu contra aunque no lo desees… y entonces estás perdido. Por mucho que te escondas, que quieras pasar desapercibido, ellos se cruzan en tu camino. Eso es lo que debió pasarle a Biel Serra una fría y oscura noche de 1.997.

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